Me gustaba observar cuando el arado dibujaba en la tierra prolijas líneas paralelas. Ocurría después de la primera lluvia de marzo, el mejor momento para sembrar la alfalfa, el vegetal perenne que es el plato preferido de la hacienda. A los dos días del milagro que cae del cielo y cuando la tierra ya estaba oreada, con el amanecer llegaba el tractorista y comenzaba la rutina. Me despertaba por el ruido del motor, me levantaba y observaba a la distancia su ir y venir, dejando en el espacio un trazo interminable. El operario era un hombre bueno, rústico, de pocas palabras. Al verme, me invitaba a subir y tomado del asiento, seguía viendo embelesado como la herramienta rajaba la tierra dejando al descubierto sus entrañas. Entonces resucitaba el olor de la lluvia reciente que buscaba otro destino que consumirse en el campo. Entre los terrones y el pasto, aparecía la vida que hasta ese momento estaba oculta a los ojos. Los pájaros lo sabían y volaban tras el arado, recogiendo de las ll