EL SECRETO DE LOS SURCOS: relato de Ramón Recalde
Me gustaba observar cuando el arado dibujaba en la tierra prolijas líneas paralelas. Ocurría después de la primera lluvia de marzo, el mejor momento para sembrar la alfalfa, el vegetal perenne que es el plato preferido de la hacienda. A los dos días del milagro que cae del cielo y cuando la tierra ya estaba oreada, con el amanecer llegaba el tractorista y comenzaba la rutina.
Me despertaba por el ruido del motor, me levantaba y observaba a la distancia su ir y venir, dejando en el espacio un trazo interminable. El operario era un hombre bueno, rústico, de pocas palabras. Al verme, me invitaba a subir y tomado del asiento, seguía viendo embelesado como la herramienta rajaba la tierra dejando al descubierto sus entrañas.
Entonces resucitaba el olor de la lluvia reciente que buscaba otro destino que consumirse en el campo. Entre los terrones y el pasto, aparecía la vida que hasta ese momento estaba oculta a los ojos. Los pájaros lo sabían y volaban tras el arado, recogiendo de las llagas de la tierra removida su alimento de lombrices que trataban de ocultarse. La naturaleza se presentaba con nuevas formas tras el paso del arado.
Cada tanto el tractorista detenía la marcha. Un tero furioso lo enfrentaba antes que pasara por sobre su nido. Él, paciente se bajaba y dejaba los huevos o pichones sobre un lugar seguro.
Y recién cuando la noche se insinuaba, levantaba los discos de la máquina y hacía una pausa al trabajo. No se podía perder tiempo para aprovechar la humedad. La tierra esperaba la semilla.
El milagro de los brotes
La rutina se repetiría en los días siguientes, solo con breves intervalos para tomar agua. Otro operario caminaba sobre los surcos recién abiertos, arrojando las semillas de alfalfa.
Con el correr de los días, el paisaje marrón se vestiría de verde. Pequeños brotes se asomaban hasta convertir todo el campo en una alfombra interminable. Con la llegada de los calores del verano, otros colores cambiarían de nuevo el paisaje. Un penacho púrpura -una mezcla de magenta y azul- aparecía en las plantas; eran sus flores que anunciaban otro ciclo. La magia y el misterio en todo su esplendor. Entonces volvía el hombre hosco, ahora con su máquina segadora y dejaba los brotes a los costados de los surcos para que el sol consumiera su última carga de rocío. A los dos días otros hombres provistos de horquillas, cargaban el fruto que sería el alimento de las bestias. Durante la tarea, miles de mariposas volaban sobre el terreno donde habían disfrutado la fiesta.
El campo recobraba su triste color marrón, de tierra vacía. Por un tiempo no se volvería a sentir el olor salvaje que dejó la última lluvia. Todos descansarán felices por haber si parte del milagro. Hasta que volvieran a caer del cielo las simples gotas para decir agradecidas que la vida continúa.
Ramón Recalde
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