UNA NOCHE DE CASORIO: letras de Ramón Recaldo


Doña Prudencia Gómez llegó temprano a la casa de los Gauna, apurada por sumarse al festejo del casamiento del Palmiro, el primogénito de sus vecinos, cariñosamente llamado trago largo. Bajó como pudo un fuentón con carbonada y entre Ave Marías y Credos se puso a armar las empanadas. Frenética, movía sus manos como tejiendo bufandas al crochet.
Don Rudencindo, el dueño de la casa, también se había levantado temprano y por miedo a dormirse le había dado pimienta al gallo. Al primer "gorjeo" por el ardor del garguero, pegó un salto de la cama y se puso a realizar la tarea más delicada: colocar en las tinajas y el aljibe las botellas de tinto, blanco y rosado. En el ir y venir con su carga, como al descuido le daba unos sorbos que por el entusiasmo parecían besos de primerizo. "Sosiéguese carajo -lo reprochaba la Prudencia-, no olvide que usted es el padrino y ello exige se cumplan las responsabilidades del cargo".
Desde la noche antes, dos costillares esperaban colgados de un algarrobo, mientras gruesos troncos echados al fuego daban sus primeras brasas.
En un dormitorio de la casa, la novia era sometida a baños de sales y jarilla para ahuyentar futuros males. Una y otra vez se ponía el vestido blanco y frente al espejo sollozaba emocionada; tenía las carnes dilatadas y en expansión por lo que vestirse resultaba más doloroso que un parto.
Cada tanto, doña Prudencia irrumpía con las manos chorreando carbonada. Con gritos el sastre de voz aflautada le rogaba que no le manche. En el trámite se tragó un manojo de alfileres que colgaban a lo largo de sus labios.
Y fue llegando gente al baile
Apenas se puso el sol comenzaron a llegar los invitados. Sulquis, jardineras y carros llenaban de bullicio la calle. Con la primera luz de los faroles aparecieron los vecinos ricos, los dueños del semental cara blanca comprado en la rural. Ella lucía un vestido largo color rosa y una capelina blanca. Y él, un ajustado traje de sarga no apto para el verano. En la mitad de la fiesta hubo que hidratarlo. Según el médico que llegó en la emergencia, salvó de morir sofocado porqué los botones del chaleco salieron disparados. Uno de ellos le dio de lleno en la frente al cura anarquista español que sufrió un ataque de nostalgia. El accidente le había despertado recuerdos de la última revolución, cuando en los festejos sufrió un mal trago. El corcho de una sidra lo había dejado mareado.
Fue muy comentado el regalo de los ricachones, un enano de yeso y ojos tristes como santo de procesión. "Pobrecito -dijo el dueño de casa-, parece el petizo Luna cuando mamado se ahogó en un charco".
Doña Florinda Agrelo les obsequió un peluche con la imagen de un diablo y el Tuerto Nicanor una pava silbadora sin tapa que permanecía callada.
El vals de los novios
A la medianoche el maestro Astorga desarrugó el bandoneón y arremetió con un vals. Todos ocuparon la pista y el gordo Carlino sacó a bailar a la novia sosteniendo en una mano el trozo de un costillar. Escandalizado, el sastre de voz aflautada lo seguía rogándole que no la manche. Por las dudas, acompañaba a la novia mientras danzaba cubriéndola con un paraguas.
En la calle, los chicos traviesos soltaron los caballos y cada uno rumbeó para su casa dejando a los comensales a patas.
La luz del amanecer mostró un final igual a un campo de batalla. Bajo las mesas muchos dormían; para evitar los riesgos del sol, el comisario ordenó una evacuación inmediata. Los policías fueron cargando a los “heridos” en un carromato.
- ¿Qué usted no es el padre Jorge?, preguntó intrigado.
- "Sí, he bebido la sangre que redime y me he salvado", respondió en voz baja y siguió durmiendo.
Pero la sorpresa llegó al final, con el último caído en la batalla. Bajo la mesa ubicada bajo un retamo, encontraron al novio dormido como un ángel. Entre ensoñaciones le declaraba su amor a la dueña de casa.
En la media luz de la pieza, la novia se daba el enésimo baño. Pese a las sales y jarillas, su cuerpo seguía oliendo a empanadas.
Sin tomar en cuenta los pormenores fue un festejo hermoso de gente sencilla del campo. Pacientemente esperado para darle un gusto al alma, compartiendo un vino sin prosapia, trajes viejos y alpargatas. Una fiesta inolvidable transcurrida bajo el cielo oscurecido por el polvo y el danzar de un gentío que olía a humildad y jabón blanco.
Ramón Recalde
Ilustración, Los Novios, dibujo de Florencio Molina Campos.


 

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