LETRAS PARA EL CAFÉ: la tinta que late


EL ÚLTIMO TREN – © Raúl Lelli
Llovía intensamente esa mañana de Noviembre en mi pueblo de Villa Antasi, el cielo plomizo prometía agua para varios días y los charcos comenzaban a formar pequeñas lagunas.
Doña Candelaria cebó el primer mate cuando llegué a la casa empapado y me acercó una toalla seca para adecentarme un poco.
Me cedió el mate; la yerba estaba virgen, acompañada de unas hojitas de cedrón y cáscara de naranjas recibiendo ese sabor inconfundible, sin azúcar y fuerte como ginebra añejada.
Los ojos de Doña Candelaria no se apartaban de mi cara, buscaba algo; tal vez una respuesta, pero bebí en silencio.
Sus manos inquietas me recibieron el porongo y limpió la bombilla con una servilleta recién planchada; costumbres de algunos hogares, para no intercambiar salivas.
Se puso de espaldas cebando el próximo mate y después del primer sorbo dijo con voz firme: - ¿Y, me vas a contar, o no?
Ella sabía que el pueblo se moría con el cierre del ferrocarril; que sólo seríamos sobrevivientes en ese pueblito que no tenía más de cien habitantes, contando los de los campos vecinos; en el poblado cerrado, no llegábamos a cuarenta y cinco o cincuenta contando al jefe de la estación y su familia, siempre que se quedara a vivir ya jubilado.
En realidad, no sabía que hacer, con veintiún años y huérfano, lo único que me ataba a ese lugar, eran las tumbas de mis padres y mi hermanita que habían muerto cuando se incendió la casa; pero ya no estaban y llevar flores a quien no puede verlas ni olerlas, deja un sabor amargo en las entrañas, al menos a mi que siempre me rebelé ante sus muertes tan injustas y crueles, deseando no haber ido a la escuela ese día y partir con ellos.
Doña Candelaria me madrugó diciéndome: - Mira muchacho, en este pueblo queda sólo gente vieja, no existe una chica para ti y vivir solo siempre no es buen negocio para nadie. Tengo unos pesos ahorrados que no me servirán para nada y deseo dártelos para que viajes a una ciudad donde puedas ser alguien, ser feliz y que me escribas si es que el correo sigue viniendo.
Quedé más confundido que antes; Dona Candelaria había sido mi nana después de la muerte de mi familia, me había criado como un hijo o un nieto brindando su viudez para mí solo.
Fue hasta su habitación y regresó con un pequeño bolso de cuero y lo puso en mis manos; me besó en la frente y agregó: - Toma hijo querido, creo que puede alcanzarte para bastante tiempo hasta que encuentres que alquilar y vivir algunos meses, luego dependerá de ti, pero no te quedes, me descorazonaría saberte en este lugar donde quedamos viejos. Por mi no te preocupes, sabes que con las gallinas y los cerdos tengo para vivir suficiente, también con la verdura de la quinta; aparte con la jubilación puedo hacer las compras en el almacén y con mi radio y los bichos ya tengo más que suficiente; aparte me liberaré de lavar tus calzones y tu ropa, ya es hora que aprendas, - dijo – mientras se reía de su ocurrencia.
Me había enterado por los habitantes que el último tren partiría hacia la capital el lunes venidero, a las diez de la mañana y ya era sábado.
Nos abrazamos con Dona Candelaria, sentí la tibieza de su cuerpo generoso, el olor de sus ropas a humo y molle del campo y sus cabellos plateados los acaricié como si fueran una reliquia preciosa; mientras le acariciaba la cabeza a Lazarillo, mi perro, mi fiel amigo a quien abandonaba;  con lágrimas en los ojos me comentó: - no te preocupes por tu perro, lo cuidaré como si fueras tu hijo mío, él será mi apoyo, mi guardián y mi compañero. Lo mimaré como siempre y más.
Me daba mucha pena abandonar a mi nana y a mi perro, pero tenía razón Doña Candelaria; mi vida no tendría sentido y en un par de años el pueblo sería igual que esos pueblos fantasmas de las películas de vaqueros.
Traté de llevar lo menos posible en una mochila del ejército, regalo del viejo Cabo Martínez, ex combatiente y héroe de Malvinas quien al obsequiármela dijo: - ¡llévate esta mochila que me acompañó en las trincheras malvinenses, fue mi cama, mi ropero y mi alacena, no quiero que desaparezca echa polvo en este pueblo que se muere día a día.
La noche del Domingo voló con la rapidez de un rayo, para ser despertado por Dona Candelaria con un mate recién cebado, acarició mi frente y mi cabello; nunca había visto sus ojos tan brillosos hasta que me di cuenta que eran lágrimas que hacían equilibrio en sus párpados diciéndome: - ¡arriba dormilón que el tren no va a esperarte y ya son las siete de la mañana; dúchate y desayuna!
Una vez en la mesa, como en la última cena de Jesús con sus apóstoles Dona Candelaria partió con sus manos una hogaza de pan hecho por ella y puso una mitad en una bolsa de nylon y dentro de otra bolsa de manija diciéndome: - aparte del pan van unos salames hechos por Don Carmelo y una botella de gaseosa para que vayas comiendo en el viaje. Me perdonarás si puedes, pero prefiero despedirte aquí y quedarme con Lazarillo para que no sepa que te vas.
Le di el último abrazo; esa mañana Doña Candelaria olía a jazmines y limón y la besé en la frente diciéndole: - ¡Gracias nana Candelaria por todo! Después abracé a Lazarillo que gemía lastimosamente presintiendo mi abandono y le pedí perdón en voz baja echándose en el suelo en sumisión a mi destino.
Cuando oí la puerta cerrarse fue como cortar un cordón umbilical de plata, desvinculando mi vida de aquel pueblo.
Caminé las doce cuadras que me llevaban a la estación con paso cansino, pero decidido a obedecer a esa anciana que me había criado desde los nueve años.
El tren llegó unos minutos antes y lo abordé; estaba casi vacío, tanto que parecía un tren fantasma sentándome al lado de una ventanilla.
Desde allí puede ver al jefe de la estación saludando al maquinista y le vi sonarse los mocos por la angustia de esa maldita decisión del gobierno, quedando su figura como un soldado de plomo, saludando al tren con su gorra bien puesta.
En pocos minutos el chirriar de las ruedas y el tiritar del arranque en los rieles me hizo ver un horizonte diferente y a mí, viajando en el último tren


 

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